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Los Espectadores


Fausto Fernández Ponte




I


Las desencuentros sangrientos --con violencia extrema-- entre los personeros de las instancias coactivas del Poder Ejecutivo y los del Crimen Organizado y entre estos mismos es vista por la sociedad mexicana como un espectáculo dramáticamente atroz.


Cierto. En esta guerra --a tiros, con decapitaciones, bombazos, atentados, etcétera-- la sociedad mexicana es sólo espectadora circunstancial, con bajas ocasionales --accidentales--, pero al fin y al cabo espectadora pasiva. Y temerosa.


Sin duda. Hay temor en la sociedad mexicana, precisamente por las bajas por accidente, porque alguna persona, hombres o mujeres o incluso niños, es muerta o herida por una bala perdida o por una esquirla.


La sociedad mexicana vive aterrorizada. Y se siente rehén de fuerzas inasibles, ajenas a su control, sin poder desasirse de las zarpas del terror ni estar en condiciones de procurar desenlaces favorables a sus intereses en esta guerra.


Además de ese terror que estruja a la sociedad mexicana --acentuado por la impotencia-- adviértese otro atributo corrosivamente atentatorio a los intereses sociales, el de que se actúa en su nombre y representación sin haber otorgado ésta.


Su impotencia --su calidad de espectadora sometida al terror-- se acentúa al confirmar sus sospechas más profundas: las actuaciones del Poder Ejecutivo dirigidas a reducir considerablemente, si no es que eliminar, las garantías constitucionales.


Esas garantías constitucionales son un valladar frágil al ejercicio del poder tanto formal como fáctico, aunque en la práctica tales derechos sean conculcados y vulnerados cotidiana e impunemente y con cinismo por esos poderes. Ello es también causa de terror.


II


El terror es, pues, de doble manufactura: uno, el desatado por la incertidumbre societal que deviene de la guerra que se libra en todo el territorio nacional; y, otro, los intentos del Poder Ejecutivo de legalizar prácticas atrabiliarias y abusos.


Y es que no son pocos los mexicanos que temen que el Poder Ejecutivo persuada al Estado --o a su instancia legislativa-- de crear un régimen de terror gubernamental, agregado al que ha desatado ya la guerra contra el Crimen Organizado.


Es, pues, la nuestra una sociedad espectadora y acusadamente a la espera. Le regatea apoyos morales --y/o equivalentes-- a cualquiera de los bandos en guerra. Al Poder Ejecutivo, por imperativos deontológicos. Al Crimen Organizado, por obvios motivos.


Lo irónico de esta situación es que los personeros de las instancias coactivas del Poder Ejecutivo --los cuerpos policiacos y las fuerzas militares de tierra, mar y aire-- luchan en esta guerra bajo la premisa de servir a la sociedad y protegerla.


El Crimen Organizado, predeciblemente, no se ha erigido ni en defensor ni en protector de la sociedad, sino de sus intereses propios, los cuales parecen ser, en un momento dado de la dialéctica de las coincidencias, ajenos a los de la población.


No hay discurso en el Crimen Organizado, desde luego. Sus personeros no hablan en público --por la televisión y la radio-- ni sus discursos y declaraciones ocupan una sola línea ágata en los medios difusores impresos o los periódicos en la Internet.


Pero hablan con las balas. Ese es, si lo quiere ver así el caro leyente, su discurso. Añadiríase que ese es un discurso muy elocuente, pues el terror posee esa peculiaridsd persuasiva propia de los efectos de la elocuencia.


III


En contraste, las instancias coactivas del Poder Ejecutivo han perdido capacidad de persuasión y convencimiento. Han perdido elocuencia. Y la han perdido totalmente. ¿Por qué? Por una simplísima y muy llana razón: carecen de credibilidad. Credibilidad moral.


Y credibilidad ética. Ello influye en el proceso de metamorfosis de la percepción pública. La credibilidad es, en el ejercicio del poder político, el sustento mismo de la autoridad moral y ética, como bien decíalo Norberto Bobbio.


¿Por qué? Por una simplísima y muy llana razón: porque esta autoridad fue constituida bajo modalidades electorales que carecieron del asentimiento y la anuencia general --extendida-- de la sociedad y sus vertientes de decisión colectiva, la ciudadanía.


No háblese aquí de fraude electoral, aunque millones de ciudadanos están convencidos de que este Poder Ejecutivo se constituyó bajo guisa fraudulenta. No. Y no. Háblase de otra realidad más abrumadora --insoslayablemente-- aludida también por Bobbio.


Trátase de que se carece de credibilidad moral y ética y, por ende, de autoridad política y alcance real de las actuaciones políticas porque la ciudadanía considera, intuitivamente, que este gobierno no es resultado de un contrato social.


Un contrato social es mucho más que un pacto entre fuerzas políticas formales o informales --fácticas-- o un acuerdo coyuntural entre los representantes de los partidos políticos y sus adherentes y partiquinos en el Poder Legislativo. Es otra cosa.


Un contrato social sólo es dable y, ergo, vero, entre las fuerzas sociales --distintas, cualitativa y cuantivamente, de las políticas-- y consiste en la codificación no escrita que, sin embargo, tiene vigencia rigurosa.


Rige, pues, un contrato social las relaciones de la sociedad en su conjunto con sus expresiones de poder propias, conformadas éstas por verismos no sólo jurídicos y políticos, sino por los de la representatividad real, la propia, la genuina.


Glosario:


Inasible: Que no se puede asir o coger.

Valladar: Obstáculo de cualquier clase para impedir que sea invadida o allanada una cosa.




ffponte@gmail.com






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