I
Decíase aquí, en la entrega pasada acerca del tema del periodismo en México, que éste se ejerce heroicamente no sólo por su peligrosidad, sino también por las limitaciones.
Entiéndase aquí que el periodismo es la parte más dinámica de la comunicación y, por lo mismo, de la difusión masiva de hechos y sucedidos, ideas y opiniones.
Acerca de la peligrosidad, decíase aquí que el poder --en sus vertientes formal y fáctica-- y la cultura concomitante y nuestro enorme atraso social son causales de la represión.
Así es. La represión es un síntoma activo --diríase que virulento-- de la intolerancia. Esta bestina babeante y hedionda es la expresión misma del poder en México.
Cierto. El poder y sus intereses culturales reprimen hasta la censura extrema --que es la muerte del periodista-- a quienes difunden hechos y sucedidos, ideas y opiniones.
La prevalecencia de esta variante de la intolerancia ha convertido a la represión en nuestro país una práctica sistémica y, a la vez, sistematizada. Combinación terrible.
La represión tiene modalidades y, por lo mismo, llevadas a la perversidad. Se usa a la ley, precisamente por su carácter de actuaciones organizadas desde el poder.
II
Ello obsérvase con nítida elocuencia en los casos muy conocidos y ampliamente difundidos a extramuros de México de Lydia Cacho, Olga Wornat y el semanario Proceso.
En estos casos el aparato judicial fue utilizado aviesamente, no como actuaciones para hacer justicia, sino para ejercer venganza.
En los casos aquí citados y una miríada de otros más poco conocidos, el poder incurrió en corrupción moral y ética al abusar flagrantemente de sus potestades constitucionales.
Se incurrió en ese abuso --al parecer impune-- de facultades legales del poder con el propósito expreso de acallar la difusión hechos y sucedidos y ejercer venganzas.
Esa distorsión monstruosa en el procuramiento --en el caso de la señora Cacho-- y la impartición de justicia nos habla de la cultura, al parecer arraigada, de la intolerancia.
De esa guisa se logran objetivos aberrantes: inhibir la difusión de hechos y sucedidos, ideas y opiniones, y conformar una cultura de la autocensura entre difusores.
Trátase, desde luego, de que los difusores --en medios impresos, hertizanos y la Internet-- actúen teniendo presente las consecuencias de la represión y la venganza del poder.
III
Como consecuencia prevalece un ambiente de terror en el ejercicio del periodismo, particularmente entre reporteros y editores y funcionarios de alta jerarquía de medios difusores.
Esa represión y su devenimiento, la autocensura, comprende también a los dueños, concesionarios y usufructuarios de los medios de difusión. Pero éstos no suelen resistirse.
En la mayoría de los casos, la resistencia de los dueños es vencida no por inducimientos --como la publicidad gubernamental, local y federal--, sino por terror.
Sin embargo, el inducimiento aquí citado es una práctica corriente más acusada en el ámbito de los estados que en el federal. En este último es la expectativa de favores.
Sin duda. Dado que la propiedad de los medios de difusión es privada --sobre todo en radio y TV-- y no social, los dueños suelen acatar los designios del poder.
Esto nos lleva al asunto de las limitaciones para ejercer el periodismo, tan graves como la peligrosidad que conlleva desempeñarlo. Las limitaciones le dan heroicidad al oficio.
Las limitaciones tienen que ver con los intereses creados de la naturaleza del régimen de propiedad privada de los medios difusores. La autocensura cierra un círculo atroz.
ffernandezp@prodigy.net.mx